No existe el aprendizaje, si no hay un punto en el que se encuentren los alumnos con su maestro. Y éste es un estado de espíritu que no siempre se puede lograr en las aulas.
Durante todo mi transitar por la docencia, me he esmerado en leer, estudiar, reflexionar sobre mis prácticas, pero sobre todo he tratado de descubrir los diversos caminos que llevan a esos encuentros, tanto con los grupos, como con cada niño en particular.
Cualquier esfuerzo será poco mientras estemos empeñados en acortar las distancias que impiden el encuentro entre cada alumno y su maestro.
A partir de ese encuentro recién podremos pensar en transferir algo de lo que sabemos y a la vez aprender algo de lo que ellos pueden enseñarnos, porque si somos verdaderos maestros, estamos llamados a enseñar y aprender durante toda la vida.
Cada niño tiene un mundo propio, y cada maestro que la vida, las circunstancias y el destino le hayan asignado, tiene el deber de escuchar, atender, entender, adivinar (por qué no)...qué es aquello que se interpone entre esos dos mundos, para poder acercarse y acceder a cada uno de esos universos, dar ese paso mágico que nos permita ingresar como quien atraviesa un espejo, conocerlos y compartirlos de alguna manera, sean estos brillantes u opacos, tristes u alegres, felices o desdichados.
Meternos, involucrarnos, comprometernos. Crear vínculos.Tomar en serio a cada uno. Considerarlo una persona que tiene posibilidades, que es capaz, que puede aprender como los demás. Y hacérselo saber, y hacércelo creer.
Pero por sobre todas las cosas prodigar afecto a nuestros discípulos, eso es, el afecto es un componete indispensable a la hora de transferir conocimientos...
Creo que esta comunión es lo único que justifica el honor de llamarnos maestros.
lunes, 9 de junio de 2008
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