lunes, 17 de noviembre de 2008

DIOS NOS GUARDE

Dios nos guarde de los envidiosos. Y de la envidia que corroe el alma.
Hoy estoy reflexionando sobre un interrogante que hace tiempo me vengo formulando:
Si bien todos tenemos una parte buena y una mala, ¿porqué molesta a algunas personas la parte buena de otras? ¿Porqué hay quienes viven mal no pudiendo evitar el compararse con sus pares?
¿Por qué se enfadan de por vida ante los logros de los demás?
¿Por qué se acentúa más en ellos ese sentimiento negativo, al punto de convertirse en rabia, cuando comprueban que no logran conseguir ni con esfuerzo lo que ese otro consiguió sin siquiera habérselo propuesto como meta prioritaria?
En lugar de aborrecer a las personas que van felices por la vida, yo estoy segura que les resultaría más fácil aprender de ellas, pero no "querer ser ellas". Estas pobres personas carcomidas por la envidia y cargadas de negatividad, generalmente no logran ver más allá de sus narices, no hacen nada por ellas mismas, condenándose a vivir a la sombra de otras. No pueden, en su ceguera, darse cuenta que aquello que los felices consiguieron no fue por que corrieron alocados detrás de la felicidad, tratando de apoderarse de ella a cualquier precio, sino por que eligieron como forma de vida dar sin pedir a cambio, hacer sin pretender figurar, ayudar por ayudar, y es así como sin querer se fortalecieron día a día, dando su sabiduría, su tiempo y sus palabras de aliento, sin esperar que se lo pidan.
Un síntoma que caracteriza a las personas que padecen la triste enfermedad de la envidia es que no alcanzan a ver cómo el generoso y humilde es capaz de pedir ayuda o disculpas, así como perdonar sus propios errores, y todo esto sin sentimiento de culpa y sin resentimiento.
Es la actitud de entrega lo que los convierte en felices, ese no medir la ayuda que espontáneamente brindan a los demás, desinteresadamente, sin esperar nada a cambio. Una cuestión opcional que marca la diferencia con aquellos que se preocupan todo el tiempo por acopiar pàra sí, no sólo bienes materiales, sino -lo que es peor aún- el brillo fatuo del "figurar", una ansia irrefrenable de poder, un apetito insaciable de tener más que los demás, un anhelo perpetuo de sentirse más que otros, un sentimiento enfermizo que los hace desgraciados cuando otro deja a la vista, más que metas alcanzadas, su altruismo, su alegría de vivir, su simplicidad.
La envidia es una dolencia que no permite a quienes la contraen reconocer que todas las personas, desnudas de cáscaras exteriores, sólo tenemos algo para mostrar: el alma. Y ver virtudes en las almas desnudas, inexplicablemente les agrava el cuadro.
¡Dios nos guarde de los envidiosos y nos libre de la envidia que corroe el alma!

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